Vergüenza ajena, ese sentimiento que te eriza los pelos de la nuca, hace que te muerdas el puño y te rechinen los dientes. Esa vergüenza que ocurre cuando un desconocido (o conocido) procede a dárselas de listo con una acción humillante; aunque sólo sea en la superficie – si bien hoy día con Instagram nada queda en la superficie sino más bien para la posteridad.
Y con esos sentimientos enraizados en mi vida voy acabando con todas mis últimas citas del Tinder, Bumble o que encuentro en el pub. Una vez que la vergüenza ajena llega, es el principio del fin.
Toda mujer que viva en una ciudad a estas alturas de la vida utiliza Tinder, ya sea porque quiere pasar una buena velada (véase eufemismos mil) o porque quiere encontrar a alguien con quizá pasar el resto de sus días. Y si no es Tinder y tiene la suerte de encontrar a alguien en un bar, festival, o similar (ejemplos de la vida de un treintañero) pues lo mismo.
Llevaba un par de semanas viendo a un chico en Londres. Tenía una sonrisa encantadora y se comportaba educadamente conmigo – y no digo caballero porque esos no existen y no necesito a nadie que me salve el pescuezo de nada. Pero entonces, un buen día recibí un mensaje de texto, inocente y amable: “Quedo contigo hoy si me dejas que te coja de la mano mientras paseamos”. Me quedé tan paralizada al leerlo que creo que hasta mi corazon se saltó un latido, es posible que por un momento incluso me hubiesen identificado como cadáver al tomarme el pulso. ¿En serio me había escrito eso en un mensaje? ¿En algo que quedaba ahí escrito para toda la eternidad? No pude sino doblarme de la vergüenza ajena que sentí en esos momentos. El resultado os lo podéis imaginar, quedé con él y me tiré toda la cita sin poder mirarle a la cara, ni 10 vasos de vino fueron suficientes para hipnotizarme. No quería herir sus sentimientos, pero no podía seguir adelante. No estaba recibiendo mensajes obscenos, ni desagradables, ni bordes, con esos sé cómo reaccionar; estaba recibiendo mensajes que deberían hacer que me derritiese, y en lugar de eso estaba al borde de la taquicardia. Supongo que mis circuitos nunca han estado bien colocados, no se puede luchar contra la naturaleza, y el resultado fue el opuesto al esperado (por él). Le dejé… por mensaje esa misma noche.
En otra ocasión, había conocido a un chico muy majo en un festival de música y nos caímos bien. Más allá de un par de besos no había pasado nada, aunque había conexión. A la vuelta del festival, un día cualquiera me encontré enfacebook un video de este chico, estaba cantando en una fiesta con los ojos cerrados viviendo el momento, muy Chenoa y Bisbal allá por los 90. Me chirriaron todos los dientes, me mordí el puño tan fuerte que casi me rompo un cartílago. ¿Qué podía hacer? No cantaba bien, pero era Fecabook y me la jugaba. Los emojis son la salvación en momentos como ese; las palabras siempre me acaban delatando, así que el dibujito de dos manos aplaudiendo salvó el día. Nunca volví a hablar del tema ni con él, ni con nadie. En cuanto a él, nunca más volví a verlo, aunque sé de buena tinta que anda suelto por ahí.
Me sentiría menos culpable si el origen de la vergüenza fuese una mala acción o un error o una metedura de pata. Al fin y al cabo, todos somos humanos. ¿De dónde sale toda esta vergüenza ajena? ¿Es por dignidad? ¿Es por orgullo? ¿Pero el de quién? ¿El mío o el suyo? No lo sé, no tengo todas las respuestas. Sólo sé que soy humana y que hago lo que puedo, ni soy perfecta ni lo intento. Si todavía te lo sigues preguntando, vergüenza o no vergüenza, te diría que hagas lo que te salga del coño (o la polla) que para algo estamos aquí, que las vergüenzas no van a ninguna parte, que esto que es la vida no se ha terminado y nos queda todavía mucha noche y día por conducir. Así que arreando.
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